Por fin llegó el dia de la marcha a tierras
desconocidas y lejanas. Llegué a Bilbao, al Botxo como aquí le dicen, para
sufrir una tremenda decepción. ¿Dónde estaba la luz de los cielos que había
dejado? Qué era toda aquella oscuridad, toda aquella suciedad?. Todo el tiempo
lloviendo aquella agüilla fina que llamaban chirimiri. Siempre tantísimo frío y
siempre con el paraguas a mano. Aunque por supuesto, lo peor de todo era estar
tan lejos de Francisca. Setecientos treinta kilómetros alejado de mi amor.
Había sido tan poco el tiempo que habíamos
disfrutado juntos en el pueblo, me habían sabido tan a poco los paseos que
habíamos dado desgastando los viejos adoquines de El Mesón. Separarnos, así de
repente, sin saber hasta cuándo, se convirtió en un dolor insoportable.
Para cuando llegué ya muchos otros alamilleros nos habían
preparado el camino. Ya estaban allí, reunidos en barrios o en pueblos
alrededor de la capital. Nos reencontrábamos en otro escenario. Hacíamos
esfuerzos por juntarnos casi todos los días.
Y por supuesto, los domingos todos los alamilleros hacían piña para
sentirse menos solos, menos “sintierra”. Íbamos al baile, íbamos al cine… hasta
que llegó el día en el que al fin Francisca se vino también a Bilbao acompañando
a mis padres. Nunca me olvidaré de aquel 24 de junio de 1961. Aquel día me
reencontré, tras diez largos y tortuosos meses, con mi amor, al que tendría
siempre a mi lado hasta el final de nuestras vidas. Aquellos diez meses, más mi
tiempo de milicia, se convirtieron en nuestras únicas ausencias. El resto del
tiempo, siempre juntos.
Dios mío. Verla allí fue una locura para mí.
Casi podría decir que dejé inmediatamente de añorar el pueblo. Todo lo que
quería estaba ya conmigo.
Ahora éramos dos para echar de menos –juntos-
toda la arcadia que habíamos perdido, nuestro campo, nuestro Niño Perdido,
nuestro día de San José, o aquellos días del Cristo en los que se llenaban las
dehesas con las cuadrilla de amigos
Y fue transcurriendo el
tiempo. Ella se puso a trabajar también. Yo la acompañaba. Mis horarios me lo permitían. Ella salía más tarde que yo, así que allí me tenía esperándola en la esquina.
Y desde aquella esquina, hasta este trocito de mesa en el que estoy escribiendo ahora, parece que ha pasado un breve suspiro. Y durante todos estos años que me separan de aquellos primeros días en los que la conocí, puedo decir que nos hemos hecho muy felices mutuamente. A pesar de tanto sufrimiento, de tantas calamidades, de tanta enfermedad: con mi mujer he sido muy feliz. Buena esposa, buena madre. Una diosa en mi memoria. Hoy va ya para poco más de dos años que se me fue, y aún me parece mentira. Me siento en el sofá y miro hacia atrás. Por ver si la veo sentada en su silla. Pero nunca está. Siempre vacía la silla. Ha sido tanto lo que la he querido que no la puedo olvidar. Siempre estará conmigo