Luego estuvo el tema de la bicicleta.
Mi hermano y yo estábamos realmente obsesionados con tener una que nos llevara de un prado a otro, de una loma a otra loma. Pero la situación estaba realmente jodida y era como pedir peras al olmo. Para acceder a una nos teníamos que devanar los sesos y encontrar formas alternativas que nos permitieran financiarla. En el tiempo de descanso, cuando mi padre se fumaba el cigarro amparado en alguna sombra, nosotros seguíamos haciendo un trabajo extra que nos habíamos agenciado: arrancar cepas para hacer nuestro particular horno de carbón. Con el dinero que nos proporcionara nos haríamos con una flamante bicicleta. Y efectivamente, construimos un horno de 500 arrobas. Ya teníamos el dinero prácticamente en la mano, cuando algo surgió, hizo realmente falta para otra cosa y hubo que arrimarlo. La bici podía esperar. Otra vez sería.
Y esa vez tomó forma al año siguiente, cuando Cándido y yo llegamos a sembrar sin más ayuda que nuestras manos, 25 kilos de garbanzos. Llegamos a cosechar 15 ó 20 fanegas, suficiente para comprarnos una bici para cada uno, cuando, de nuevo algo surgió, hizo falta el dinero para otra cosa y hubo que arrimarlo. Otra vez sería. Las bicis podían esperar.
Al final conseguimos hacernos con una por 500 pesetas que daba pena verla: sin frenos, sin guardabarros, puro chasis, una bici de cartilla de racionamiento. Pero una bici al fin y al cabo.
Aunque de racionamiento sólo la bici, porque a nosotros nunca nos faltó la carne mientras estuvimos en Gómez Ibáñez. Yo me encargaba de colocar los dos únicos cepos que tenía, y casi siempre encontraba un par de conejos que llevar a casa.
Recuerdo muy bien aquel verano llevándole a mi madre las perdices que caían en los 40 ó 50 lazos que diseminaba por el campo. Me convertí en Gómez Ibáñez en un pequeño cazador de unos doce o trece años, que atravesaba, descalzo, todo el campo buscando sus trampas. En tiempo de nidos recolectaba un montón de huevos de todo tipo de pájaros. Me dedicaba tanto al pelo como a la pluma. Los pies desnudos trotando sobre la hierba, sobre la tierra, pues por aquel entonces nunca me ponía zapatos. Más tarde, cuando me enseñé a ellos ya no me los pude quitar.
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