Tras la tragedia del incendio, volvimos a Alamillo, como ya tengo dicho, y empezamos a conocer los usos y costumbres de vivir en un pueblo. Pasearse los mozos por la carretera al finalizar el día era una de esas costumbres.
Y una de aquellas tardes para allí nos subimos Emiliano el de El Peine y yo. Por delante de nosotros iban la Quica, la de Torrico, y la otra Quica, la del Sordo el de Ginés.
Me acuerdo que Emiliano me dijo: déjame a mí a La Torrica que ya la quiero algo. A lo que yo le contesté que a mí lo mismo me daba.
Pero a raiz del encuentro de aquella tarde todo cambió completamente para mí.
Fue una sensación nueva, como si me hubieran tocado con una varita mágica. Desde aquel momento empecé a quererla y ya no supe vivir sin ella. Siempre deseando que pasara la jornada a toda prisa para volver a vernos al final del día. No sé cómo pero ella también me correspondió, y fue tanto el amor que nos tuvimos que a los seis meses de conocernos me decidí a pedirle la entrada a mi suegro.
Y qué fatifgas pasé -Dios mío- para hablar con aquel hombre que no oía nada. Todo por señas. Qué sudores y qué vergüenza, hasta que por fin se soltó diciendo:
-Sois muy jóvenes todavía, pero te voy a consentir que entres en la casa para hablar con mi hija.
Ella en ese momento no estaba en casa, sino en la de Los Carillas, y hacia allí me marché corriendo de alegría para enterarla cuanto antes. Se puso como loca de contenta, y desde aquel mismo momento la quise tanto que para mí siempre ha sido como una diosa. Sé que rompería a llorar ahora mismo si siguiera conmigo y le diera a leer estas palabras, tal ha sido siempre de sensible con todo.
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