Voy a intentar explicar ahora el proceso mediante el que obteníamos el carbón y la cal en el Valle de Alcudia. Muchos de vosotros igual os acordaréis todavía, pero otros no tienen ni idea -como mis hijos, por ejemplo- y no les vendrá mal un poco de antropología alamillense.
Carbón de encina.
Para empezar nos hace falta un guarda de la finca. Este se encargaba de marcar los mejores árboles, y luego íbamos nosotros arrancándolos a golpe de azadón. Se le quitaba toda la tierra de alrededor, e íbamos cortándole las raíces así que aparecían. Cuando ya no estaba tan agarrada al suelo, le atábamos una soga a las ramas para tumbarla a base de tirar y tirar de ella. Ya herida y humillada, le hachábamos las ramas hasta hacer un buen montón de leños. El tronco se troceaba con un serrucho manejado por dos hombres.
Le acercábamos un carro muy bajito que teníamos con las ruedas muy pequeñas y se trasladaba todo hasta donde teníamos pensado hacer el horno.
El horno era circular. Lo primero de todo era disponer los trozos de tronco y encima los leños menudos. Lo cubríamos con paja o con helechos. y le poníamos también encima una manta de tierrra. Por la parte alta le practicábamos unas humeras para que respirara. Entonces le dábamos lumbre, y a esperar hasta que se hiciera el carbón.
Una vez enfriado, lo limpiábamos de tierra y de terrones y sacábamos el carbón por una zona del horno que llamábamos las ganchadas. Lo extraíamos ayudados por un ruiillo de madera que acababa en media luna, y se acordonaba con un rastro de dientes. Lo apilábamos todo ordenadamente, y la carbonilla la apartábamos en un montón.
Carbón de cal
Para empezar nos hace falta una cantera de cal de la que extraer la piedra caliza. Trasladábamos las rocas hasta el horno. Este tenía forma de cono y en su parte inferior contaba con un foso que era donde metíamos todo el monte al que luego pegaríamos fuego.
Íbamos disponiendo las piedras ordenadamente, en un rebaje del horno, hasta medio metro antes de llegar al borde. Una vez cargado el foso con las gavillas de monte, le metíamos fuego y lo dejábamos arder durante veinticuatro horas. Ya frío, sácabamos la ceniza y dejábamos el foso bien limpio.
Tumbábamos entonces la piedra cocida y se sacaba toda la cal. Y venga, a llevarla a la mina.
Algo más atrás he comentado cómo mi abuelo se acordaba de Merendón y de sus asaduras. Recuerdo aquellos juramentos especialmente porque me hacían mucha gracia como niño que era, y parece que todavía lo veo intentando meter las gavillas y tropezando con la puerta del horno.
Merendón se había encargado de reformar la entrada al foso, y por lo visto la había dejada muy pequeña, lo que dificultaba la labor a mi abuelo, que con su únco ojo no precisaba que le pusieran muchos más obstáculos.
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